sábado, 8 de enero de 2011

LAYLA. DEREK AND THE DOMINOS


LAYLA AND OTHER ASSORTED LOVE SONGS.
Derek and The Dominos.
(Disco extraído del baúl de mi abuelita).
Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Corría el año de 1964 cuando entré a la Prepa 7, “La Viga”, en el turno nocturno. Pasé un año sin pena ni gloria, bajo el apelativo de “El Beatle” -a iniciativa del profe de Física- y el de “George” (o Harrison) por la maldita costumbre de poner apodos de un condiscípulo.

Desencantado porque la guapérrima Beristáin Albarrán Helena (“¡Presente!”), mi amor platónico inalcanzable (era más alta y mayor que yo, que a la sazón era un chamaco baboso y greñudo) no se fijaba en mí, decidí castigarla con el látigo de la indiferencia cambiándome de turno. Bueno, en honor a la verdad, sí se fijaba en mí. Alguna vez le dijo a un compañero grandote, buenaonda, de quien se me escapa el nombre: “Ven, siéntate aquí; El Chiquito -o sea yo, que siempre trataba de sentarme justo atrás de ella- dice cosas bien chistosas”.

Ya en el turno matutino, mientras Avilés Fabila se dedicaba a hacer sus ‘pininos’ en la escriteada y a la grilla escolar -al igual que Humberto Musaccio- y Agustín Granados deambulaba con sus libros bajo el brazo y un grillete en el cuello, el “Ringo” (o séase yo, con mi nuevo apodo), se dedicaba a fosilizarse, pues como típico producto de los early 60’s, no sabía ni qué onda con su desorientada existencia ni con su desafortunada frustración amorosa del primer año preparatoriano. (¡Ahora, “Ringo” con la “ch”!). También me ocupaba de dictar cátedra de guitarra, entre clase y clase, en los patios de la escuela y a asesorar al grupo rocanrolero escolar en el que militaba Rodolfo Ulloa Flores, de quien decían que cantaba en alemán, pues -como no sabía inglés- inventaba palabras que se parecieran, según su oído de artillero, a las letras originales de los grupos inglaterreses cuyas canciones refriteaban los escolapios Black Mummies, quienes después -arteramente- tomaron el nombre de mi grupo: “Los Hijos de las Flores”. Tal desacato, cometido por el baterista ex-múmmico, fue perdonado en virtud de que posteriormente me prestó un disco de Clapton que compensó el plagio del nombre de mi asociación musical: nunca se lo regresé. Ese disco era: “John Mayall’s Bluesbreakers with Eric Clapton”. Yo sabía del maestro desde que pertenecía a los Yardbirds, pero él ya no estaba cuando aquéllos enpezaron a ser famosos; los mandó al caraxo cuando se empeñaron en tocar cosas como “For Your Love” y se unió al Juan Mayate y sus Rompebluserasmadres. Me volví fanático del tal Erico. Estudié su técnica. Como siempre he sido “orejero”, lo estudié -escuchando el disco que le transé al “Mosco” bataquero- con guitarra en mano; descubriendo su forma de jalar las cuerdas, sus estilos de vibrato y su técnica de pellizcar la cuerda entre el dedo índice y la pick. Lo seguí, después, con Cream, (el hijo de... las Flores se tuvo que olvidar de su disco; lo perdoné porque con lo que fue de su pertenencia empezó mi claptonmanía), con el fallido Blind Faith, con Delaney & Bonnie y con... DEREK AND THE DOMINOS. Tanto me aficioné a Clapton, pero tanto, que terminé enamorándome de una mujer cercana a él, pero más lejana e imposible que Helena: Patty Boyd, musa inspiradora de “Layla”, tema principal del disco que hoy saqué del baúl. ¡Mon Dieu! Por fin olvidé a la Beristáin, pero salió peor. Quién sabe por qué, durante mi infancia, adolescencia y primera jumentud, fui tan adicto a esa clase de “amores”. ¡Señorita terapeutaaaa!

El disco es una verdadera joya. Clapton, aquí, se aleja del blues; pero penetra en un nuevo mundo y se puede notar su avance, también, como cantista. Todas las rolas son buenérrimas; pero, yo no sé si sería por aquel nuevo enamoramiento imposible, “Layla” es una de las piezas poperas que más me han gustado a lo largo de mi vida. Así que, les guste o no, me enfocaré a ella.

Derek, es Eric; y, los Dominos, son: Bobby Whitlock, tecladista; Carl Radle, tololochero; y Jim Gordon, bataquero. Pero, además, contó con la lira de Duane Allman, quien por ese entonces ya manejaba el slide como nadie. De hecho, “Layla” está compuesta por dos piezas; una es la canción compuesta por Clapton y, la parte instrumental, es obra del que tocaba la pila (la batería, pues): Jim Gordon. Una noche, éste, tocaba en el piano esa pieza cuando Derek -que andaba pateando botes en el oscuro callejón por la Patty Boyd, esposa del Huesos Harrison- le pidió al James que le permitiera incluir su composición como un segundo movimiento de la suya. Tras largas sesiones, la pieza se fue estructurando. Uno no se explica cómo, en esa época en que no existían los adelantos técnicos de ahora (parece ser que se utilizaron tan sólo 8 canales) pudieron meter tal cantidad de voces, guitarras grabadas por pistas (se escuchan tres en distintas tesituras, otra de 12 cuerdas y la del slide de Duane), el tololoche, la bataca, percusiones varias, piano y ... no sé que más. Un canto de amor desesperado. Definitivamente, sin la guitarra de Allman, “Layla” no hubiera sido “Layla”.

Empieza con una introducción llena de fuerza, en tono de Re menor, repetitiva, la que después de una modulación (preparación para un cambio de tono) da paso a la primera estrofa (en Mi mayor), que no es sino una letra sencilla, de amor para ella y contra él (George Beatle), sin grandes pretensiones literarias, pero bien hecha y mejor interpretada en la voz del Eric. Da capo. La introducción se convierte -enriquecida con más apoyo en la dotación instrumental- en fondo para los coros, que simulan un desesperado lamento con el que suplica ser amado (“¡Layla!, ¡pélame por favor!, ¡olvídate del Huesos!”). Nuevamente la modulación y la segunda estrofa. Así, tres veces, al término de las cuales los coros laylianos van desapareciendo discretamente para dar lugar a un pasaje de guitarras ejecutadas por Clapton y Duane que suenan tan desgarradoramente, que supongo que por eso, finalmente, la Patricia le hizo caso al Eric. La guitarra ejecutada por Allman con slide (un tubito de metal o vidrio en el que se introduce un dedo y con ese se “pisa” la cuerda) es única: no hay nada que se le parezca en toda la historia del rock; pero si a eso sumamos el dúo con Erico...

Cuando ellos decidieron (no se puede decir “cuando llegaron al clímax”, pues pudieron haberse pasado la vida tocando infinitamente esa parte consiguiendo que el escucha siguiera como hipnotizado) el tercer acorde del círculo se convierte en tónica (Do mayor): comienza el segundo movimiento, una melodía vigorosa, pero dulcérrima, interpretada en piano (seguramente por Jim Gordon, no por Bobby) en la que el sentido parece ser el decirle a Clapton: “ya mi cuate, no sufra por esa morra; además, pus... es la ruca de su brother, el George. Qué, ¿no se da cuenta que le está pateando sus canicas? Además, ya sabe que ese bato es bien coscolino; ‘pérese a que deje a la Patroncha; entonces ahí es donde l‘entra usté, mi Mano Lenta; ‘ton’s qué... ¿nel? Aliviánese mi buen”. Nuevo mano a mano de superfregones guitarristas que va de menos a más y más hasta que llega (¡snif!) un final acompañado de trinos.

Esa es pues la rola que le dedicamos, Eric y yo, a nuestro amor. A él, se le hizo; a mí no.

Voy a esconder el disco en el lugar más inaccesible del baúl, para olvidar a esa mujer. Bye.

(Éjele, me los vacilé: Avilés Fabila no fue de mi generación).